Paso la página y el poema de Las islas en que vivo de Pedro García Cabrera. Levanto la mirada y me pierdo en el retrato de finales del siglo XIX que cuelga de la pared. Viajo a ese día en el que Juana Castro se recoge la hermosa falda almidonada de tafetán verde, quizá escarlata, para evitar el roce con el suelo polvoriento o embarrado. Y abandona el caserío a primeras horas de la noche bajo el candil de la luna llena. Las Cuevecitas queda en penumbra y, las casas de piedra y tejados a dos aguas, parecen fantasmas acampados. Ella baja por el camino empedrado, sinuoso y angosto. De madrugada alcanza la ruta de los caminantes y carros que se dirigen a la capital.
Se une a la caravana. Entre historias, silencios y sobresaltos en los socavones de la vía que serpentea por la ladera, llega a Santa Cruz cuando el amanecer despunta, rosáceo y con girones lila, por el horizonte. La mar rojiza y tostada se despereza a los pies de las cumbres de Anaga. La ciudad la sorprende con sus calles adoquinadas, los carruajes, el bullicioso trajín de las lecheras, los gritos de los vendedores, el paso ligero de los viandantes y la melodía de un organillo en la calle Castillo. Ve, cerca de la iglesia de La Concepción, a unos hombres bien vestidos, con sombreros elegantes, de ojos claros, de piel blanca como el papel de carta, que hablan una lengua extraña y buscan mulas para ir al norte de la isla; ingleses le dicen a esos desconocidos con aspecto de almas en pena. Se fija en las mujeres envueltas en vestidos de brocados, encajes, telas evanescentes y floreados mantones de Manila. Se detiene ante aquellos mendigos de harapos, costras por todo el cuerpo y enjambres de moscas revoloteando a su alrededor. Son más pobres que ella. Una madre soltera que, cuando acaba la trillas en la era y todos se van, llega y rebusca granos de trigo entre los montones de paja. Como ratón que se enreda entre las espigas y busca el trigo olvidado.
No se deja impresionar por los juegos de seducción de las plazas, las alamedas, las mansiones modernistas que jalonan su ruta al estudio de Fotógrafos Sicilia. Allí, se recoge su melena, coloca una tiara sencilla en el centro del peinado y deja al descubierto sus pendientes canarios. Se alisa con sus manos de campesina la arrugada falda, se coloca delante de un decorado con una columna imposible y una ventana ficticia. Le ha costado años reunir las pesetas con las que comparar la ilusión de ser fotografiada. Doblada, cada tarde, se prometía que de aquellos granos arrebatados a la era, sacaría para marchar a la capital y posar unos instantes para la eternidad.
Su mirada no va a la cámara, sale del objetivo, se pierde, quizá, a través de una balconada abierta por la que asoma el Atlántico y los veleros a punto de partir a América. Tal vez tiene la tentación de embarcar a La Habana pero la espera su hijo Agustín. Generaciones después, quién sabe, si alguien tomará su relevo y se atreverá a navegar hacia otros mares. Y en su nombre, sus fatigas, sus hambre de todo y sus sueños, le traiga esos mundos a su redonda y empedrada era de cada día.
La sonrisa conserva la expresión segura de una mujer joven que desafió los convencionalismos de su entorno para disfrutar de la libertad de tomar sus propias decisiones. Y aunque partió del pueblo para regresar de nuevo, no lo hizo unos días después, su periplo continúa aún en el siglo XXI.
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