Asisto atónita a la pulcra revisión que una editorial estadounidense ha realizado de Las aventuras de Huckelberry Finn y Las aventuras de Tom Sawyer, a instancias de algunos profesores universitarios del sur de los Estados Unidos. La intención de estos eruditos es la de dulcificar algunos términos despreciativos, como nigger o injun, que escuchados en el siglo XXI pueden resultar ofensivos. Aunque lo que debe escandalizar es que, una vez más, una interpretación personal prevalezca por encima del arte y de la creación. Pero la gravedad de este atropello es que sienta un terrible precedente. Resulta preocupante que a partir de ahora, en nombre de una determinada visión moral, se pueda invadir y modificar una obra literaria hasta hacerla digerible y cercana a esos posicionamientos. Grave fue, por ejemplo, la tropelía que cometió el editor Gordon Lish con los textos de Raymond Carver, suprimiendo hasta un cincuenta por ciento de De qué hablamos cuando hablamos de amor.
Y, es cierto, que muchas obras literarias, a lo largo de la historia, han sido objeto de censura, destrucción o prohibición.
Y, es cierto, que muchas obras literarias, a lo largo de la historia, han sido objeto de censura, destrucción o prohibición.
La literatura como creación artística está abierta a todas las consideraciones posibles, tantas como lectores se asomen a las páginas de un libro. Está expuesta a la crítica, al olvido, a la reprobación o al goce. Pero no es admisible que su contenido sea objeto de modificaciones sin consentimiento o participación del propio autor. Se ha producido una brecha tan peligrosa que buena parte de la literatura debe estar en guardia, pensemos en la obra de Faulkner, o en cambiar seudónimos por nombres según las preferencias del grupo de presión de turno. Me pregunto si los bárbaros bajan por las colinas o ya habitan, vestidos de romanos, entre nosotros.
No me resisto a que Mark Twain en Viejos tiempos en el Misisipi, concluya este comentario: Con el tiempo la superficie del agua se convirtió en un libro maravilloso; un libro que era letra muerta para el pasajero inexperto, pero que se confiaba a mí sin reserva, entregando sus más preciados secretos con tanta claridad como si los dijera en voz alta. Y no era un libro para ser leído una vez y luego dejarlo, porque cada día contenía algo nuevo que decir. Durante las largas mil doscientas millas nunca había una página desprovista, de interés, nunca una que pudieras omitir, sin perder por ello algo provechoso, nunca una que desearas saltarte, pensando hallar mayor deleite en otra cosa.
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