lunes, 10 de enero de 2011

Sólo un blues






El mar rompe las olas en las proximidades de mi habitación.  El sueño y yo forcejeamos ante sus pretensiones de retenerme y mi deseo de abandonarlo. El roce del agua salada sobre la arena me aletarga unos segundos, pero sé que para vencerlo tendré que abrir los ojos y proyectar rápidamente la mirada hacia el exterior. Y allí encuentro la mañana troceada por la cuadrícula de la ventana lateral. Esquivo el fulgor del amanecer contemplando tu cuerpo de espaldas adormilado, tan cercano, y tan inaccesible. Estoy a punto de deslizar mi mano por la ruta sinuosa de tu hombro, tu costado, tus caderas… Reacciono en el instante en el que las yemas de mis dedos planean sobre tu piel y eso me salva. Hoy no puedo cometer el más leve error.
El olor a café procede de la última taza que tomé en el local donde actuabas aquella noche de octubre cuando las calles de San Luis se volvieron afluentes del Misisipi. Nunca he dejado de creer que, desde el lago Michigan hasta Nueva Orleans, tú eres la mejor cantante de blues. Ese aroma denso desata mi deseo de levantarme e ir a por el primer sorbo, pero vuelvo a actuar rápido, y me contengo. Me paso la mano por el rostro y advierto que tendré que afeitarme. Siempre te molestó que llevara barba, me decías que ensombrecía mi piel brillante afroamericana. 
Me incorporo al escuchar el estruendo de una puerta metálica que se abre. Unas botas enfundadas por un hombre uniformado se acercan. Compruebo que mi pijama naranja está en orden. La voz indolente del funcionario me pregunta por mi última voluntad y me advierte que, si opto por un menú, éste no podrá contener alcohol, ni chicle, y que su coste no deberá superar los 20 dólares. Sólo pido una canción, aquella que te compuse la primera vez que nos separamos.
Prometí llevarte a la playa de Pensacola pero me despojaron de los días, me arrebataron las noches de blues a tu lado, me expropiaron el futuro, me ataron a una sentencia, y me arrojaron a una condena sin reversión. Mas, no han podido quitarme el último amanecer junto a las olas. Ya huelo el mar y, cuando esta tarde me aten a la camilla, pensaré que me recuesto sobre un lecho de arena mojada en las costas de Florida y, mientras me introducen la aguja en el brazo, y el líquido letal avanza parsimonioso por mis venas, como un viejo tren de mercancías, escucharé tu voz:

I’ll meet you under the sky of St. Louis,
I’ll meet you under the sky of St. Louis,
I’ll get lost in the sea of your lips…

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