domingo, 30 de enero de 2011

El valle de las mariposas

Desciendo los escalones como si pisara sobre nubes de algodón. Cuando alcanzo el patio siento la dureza de una superficie de piedra. La abuela está sentada con las manos en el regazo y el rostro, hendido de rutas trazadas por el tiempo en sus múltiples escaramuzas, permanece enmarcado por un pañuelo negro. Desde sus ojos cristalinos me pregunta si hoy iré a cazar la mariposa naranja y me encojo de hombros y balbuceo quizá.
Y dejo a mis espaldas la casa de paredes blanco brillante y ventanas azules, pasando bajo un arco vegetal formado por sarmientos y hojas de parra ocres entrelazados.
Camino por un sendero que parece una fila de eses concatenadas través de un páramo amarillento ¿o es una planicie elevada? No acierto a identificar el lugar; sin embargo, tengo la sensación de encontrarme en un paraje conocido, cercano, ya transitado. Después de una curva tropiezo con un árbol redondeado, un híbrido de nogal y roble; bajo una de sus ramas descubro a la mariposa naranja. Me acerco como un felino se aproxima a su presa. Mis dedos forman una pinza que se precipitan sobre sus alas pero en el instante en que el índice y el pulgar se cierran como las valvas de un molusco, la mariposa se escabulle, inicia su vuelo y la sigo, más bien la persigo, hasta llegar a una extensión de flores amarillas y violetas y allí está ella batiendo sus apéndices tornasolados al viento.
Voy en su dirección pero mi vestido de tartán verde y azul se enreda entre las plantas que parecen configurar ahora una retícula espinosa. La tela se rasga por varias partes pero consigo liberarme y me adentro en un bosque espeso, apenas la luz se filtra por las copas de los árboles, hay una niebla densa que me impide ver al insecto coloreado. Mis piernas se hunden en un terreno fangoso y el andar se torna lento, cada paso es una proeza digna de un montañero que escala sus últimos metros de una cima.
Escucho un murmullo de agua que me orienta hacia un arroyo sobre el que la mariposa parece revisar sus atuendos negro, blanco y naranja. Y no sé como llegar hasta ella. Revolotea, se acerca, se aleja, desciende haciendo piruetas como Amelia Earhart debió pilotar su aeroplano en una competición de acrobacias.
Atisbo un puente movedizo que cruzo mientras el lepidóptero asciende por una colina. No recuerdo subir elevación alguna, de pronto camino por un valle donde mi monarca se mezcla entre docenas, centenares de sus congéneres que sobrevuelan amapolas y almendros en flor. A pesar de unos instantes de desasosiego consigo identificarla —es un don que sólo se concede en los sueños— y me marcho tras su aletear.
El mar se repliega hacia el horizonte donde un sol rojizo se desploma y deslumbra mis ojos que buscan ávidos a la mariposa que vuela en una sola dirección. Miro a mis pies que ya no los bañan las olas que se retiran alejando el mar de la orilla.
Regresaré y le contaré a la abuela que nuestra monarca tal vez retorna a América, y así conversaré con ella. No lo hago desde que murió.

2 comentarios:

  1. Que maravilloso es este cuento! Es una prosa poetica fresca, poblada de sutiles destellos por los que avanzo suave porque la minima rafaga de viento podria podria romper el hechizo de las mariposas monarca.
    Te envio un beso hasta la querida Laguna.

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  2. Carolina, me alegra que te haya gustado este cuento.
    Es la levedad de un sueño que vuela con la mariposa monarca.
    Gracias por adentrarte por este valle imginario y real.
    Un gran abrazo, amiga

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