Los
techos de Bórcor se fueron blanqueando a lo largo de la tarde. Copos de nieve
se posaban en las tejas y los verodes apenas asomaban por encima de la capa
blanca que empezaba a sepultarlos. Los carámbanos se colgaban de los aleros. Columnas
de aromático humo de madera de tea se escapaban por las chimeneas y se perdían en la negrura de las nubes. Mezclas
de olores dulzones rondaban por toda la casa. Permanecía apostada detrás de la
ventana, atenta a cualquier luz que pudiera aparecer en el cielo Bórcor. Papá
Noel se acercaba en su trineo volador. «¡Dácil!» gritó mamá desde la cocina donde, incansable, preparaba la cena de Nochebuena. Sobre la mesa lucía un pastel de Navidad.
Debía llevárselo a la señora Eloísa Valcárcel. «¡Oh, no!» musité ante la
imperativa mirada de mamá. No era el momento de contrariarla. Una llamada a Papá
Noel y su visita, esa noche, quedaría cancelada. Me ayudó a calzar mis botas rojas de
Wellington, me abotonó el abrigo azul, me colocó la capucha, me abrió el
paraguas y me dijo que no tardara.
Crucé
el jardín dándole patadas a la nieve que se esparcía como azúcar. Siempre le
tuve miedo a la gélida anciana. Evitaba pasar por su casa desvencijada y
solitaria. Pero un atardecer de otoño oí gemidos en su jardín. Me acerqué de
puntillas. Era un esquelético espantapájaros jugando con el viento y, en la
huida, tropecé con su mirada de hielo. Era alta, melena blanca y ojos grises que
nadaban en un rostro adusto. «Niña ¿qué estás buscando?», me preguntó. No paré de correr hasta
llegar a casa sin aliento y sin la cartera de clase. Eloísa Valcárcel la trajo
y le contó a mamá que se me había caído, sin más detalles.
Las
Wellington rojas se hundían en el suelo blanco y se hacía difícil avanzar. La
nieve caía iluminada bajo las farolas y en las cercanías de la plaza mayor, el
cielo se cubría de centenares de luces de colores. La callejuela que llevaba a su
casa estaba mal alumbrada. Toqué en la puerta con los guantes puestos y deseé
que no estuviera. Abrió enseguida. Le tendí el pastel. Me invitó a pasar. Me
negué. Insistió. La nieve arreciaba. Entré temblando de frío. Me llevó a la
sala que permanecía en penumbra. Muebles viejos, sillones tapizados en tafetán granate y verde, cortinas raídas, ningún adorno de Navidad, ni aromas dulces.
Encendió la chimenea y me pidió que me acercara al fuego. La nieve no paraba de
caer «¿Me tienes miedo?» me preguntó cuando empecé a sollozar. «Un poco —balbució— pero no lloro por eso, es por Papá Noel que llegará a casa y no me encontrará». «Cuando pare de nevar regresarás con tus padres». Desapareció y al poco rato
entró con un enorme arcón polvoriento. Lo abrió. Dentro guardaba un abeto
tallado en madera con bolas envueltas en papel amarillento y guirnaldas de
colores. Me pidió que la ayudara. Lo sacamos, limpiamos cuidadosamente cada
adorno y le colocamos velas que yo encendí una a una. Después extendió un
mantel con muérdagos y flores de Pascua. Puso el pastel en el centro, junto a
una lata de galletas de jengibre donde niños victorianos patinaban y se
deslizaban en trineo. Preparó un chocolate que bebí deseando que no contuviera una
pócima maléfica. El tiempo pasaba y fuera se acumulaba la nieve. Terminó
sirviendo una sopa improvisada. Cuando recogió los platos la acompañé a la
cocina. La nieve cubría el alféizar de la ventana. «Mira hacia el bosque de pinos»,me indicó con la mano. Allí parpadeaba una luz, Papá Noel estaba cerca y aún no
había pasado por casa. Di saltos de alegría.
Salimos al jardín, la nevada había
cesado. Pasamos junto al espantapájaros convertido en un estilizado muñeco de
nieve. Casi volábamos y, en una de las aceras, Eloísa resbaló y cayó de bruces.
La ayudé a levantarse mientras reíamos. Cuando llegamos a casa sacó de
debajo de su abrigo una muñeca de trapo con unas trenzas pelirrojas de estambre. «Papá Noel la dejó la Navidad que se llevó a mi hija en su trineo». Me besó en la
frente y se fue arrastrando la nieve con su abrigo.