La mañana que entré en la noche caía una llovizna encendida bajo los rayos de sol. El arco iris se zambullía en el mar y se arqueaba hasta el horizonte. Pero un eclipse cubrió mis días. Y daba igual que inhalara el aroma de las buganvillas o escuchara la algarabía de los niños jugando en los parques. Me perdí en una interminable noche deshabitada, sin estrellas, sin ni siquiera el ulular polvoriento del aire calinoso.
Sostenía un paraguas por el que resbalaba la lluvia y mojaba a Raúl que me miraba amurallado. Él movió varias veces la cabeza mientras me repetía que no, que no podía continuar. Los últimos diez años se derrumbaron como un edificio dinamitado. Y los escombros oscurecieron el día. Vi el agua que discurría como un riachuelo junto a la acera. Pensé, que, tal vez, era yo que bajaba por la calle diluida. Enmascaré mi perplejidad con un falso «entiendo». Y él se subió el cuello de la chaqueta, se giró, y se alejó con las manos en los bolsillos. Yo también me di la vuelta y me fui en dirección contraria, hundiéndome en la noche.
Dimití del día. Pero cuando la negrura arreció, me fui al frente de batalla. Y recorrí las trincheras del desamar. Al principio fue una lucha desigual, como si en solitario atacara a los guerreros de Xian. Pero poco a poco fui aplicando técnicas de guerrilla. Dinamité recuerdos, destruí fotos, cartas, y otros documentos dolientes. Volé el puente hacia la nostalgia, olvidando canciones y censurando películas. Pero mi avance se detenía siempre ante la imagen de Raúl alejándose de espaldas, bajo la lluvia. Continué nadando en ese mar pedregoso de abandono y ausencia, sin victoria, sin armisticio.
Una tarde, noche para mí, me tropecé con Raúl en una calle estrecha del centrode La Laguna, junto a la iglesia de La Concepción. Me invitó a un café en el Venezia. Nos sentamos delante de un gondolero que remaba alegre bajo el Ponte Vecchio. Hablamos de lo bien que marchaban nuestras vidas. Raúl me contó su proyecto de dirigir Esperando a Godot, en otoño. Yo envolví mi trabajo en la aduana con papel de celofán. E improvisé los detalles de un próximo viaje a Nueva York. No flanqueamos la línea del pasado ni nos citamos en el futuro. El presente nos inundó entre los canales que colgaban fotografiados por las paredes.
Antes de despedirme le pedí que no se levantara, que permaneciera allí hasta que abandonara el Venezia. Cuando llegué a la puerta del Café, me giré y me despedí levantando la mano.
Me adentré por la calle adoquinada de San Agustín. Las farolas se fueron encendiendo como luces de gas; las estrellas se balanceaban encima los tejados, pero por las esquinas ya se apostaba el amanecer. Ahora, recordaba a Raúl sentado, esperándome.