Emily Dickinson he venido a buscarte. Bajemos la escalera. Unos pasos bastarán para alcanzar la puerta. Sé que no quieres salir de tu apacible habitación. También me hiere la algarabía. También me salva la solitud de mi cuarto. Sí, sé que te perturba el aroma de las rosas en el jardín. Yo solo siento cuando se deshojan sin mano que las acune. Que te duelen las miradas dentadas. Pero hay miradas que sonríen. Tienes el mundo con sus mares y continentes anclado a la ventana. Puedes ver el Cáucaso, el Teide o Los Alpes con solo contemplar a través del cristal. Pero necesito que me acompañes a buscar las palabras con las que derrotar a las manadas que campan en la noche de la injusticia.
Emily Dickinson se acabó el tiempo de escribir en la esquina de un sobre, en el envés de una factura, en el resquicio de un catálogo, en la página de un libro, en el borde del silencio. He venido de lejos, he escalado con pasos esperanzados tu escalera, he empujado la puerta e invadido tu paraíso en busca de tus palabras. No sé cuáles ni cuántas necesito para llegar a la justicia sorda que libera a los culpables y acorrala al encierro a las víctimas. Saca los cuadernos de tus versos y bajemos a buscar un cielo donde hacerlos volar. Descenderán entonces esas palabras que busco. Descenderán, tal vez. Suena el zumbido de las abejas y el canto de los pájaros anuncia el verano, pero afuera cae escarcha en los ojos de las mujeres. Quieren poner grilletes a nuestros pasos.
Emily Dickinson también yo creo en la belleza para salvarnos, pero ahora es tiempo de palabras que planeen por el turbio bosque, que naden profundo, que roturen los campos, que caminen libres por la madrugada de ciudades, pueblos y caminos, que crucen puentes sin mirar atrás, se desnuden bajo la luna, y chapaleen al alba en los charcos del rocío. Sin miedo, sin peligros, sin amenazas. Palabras que en tropel dispersen y sustituyan a las otras palabras, las que se asoman a los espejos, las que miran a otro lado, las que se atrincheran en las sentencias disfrazadas de ajustadas a ley.
Emily Dickinson, salgamos juntas a vencer con palabras a las manadas y a cuántos bárbaros desde estrados, atriles, códigos o empuñaduras de puntilla, han olvidado que la justicia también es mujer. Necesito la voz de tus versos para encender las farolas que ellos apagaron y las estrellas que ya no alumbran sonrisas en la noche. Abramos la puerta y salgamos porque también, junto a tu jardín, se escuchan llantos de niños a los que les han robado sus padres.
Son tantas las palabras, Emily Dickinson, que necesitamos que, con tu soledad y mi solitud, podemos hacerlas navegar hasta la orilla de ese no que es no.
Son tantas las palabras, Emily Dickinson, que necesitamos que, con tu soledad y mi solitud, podemos hacerlas navegar hasta la orilla de ese no que es no.
Te esperaré abajo, sentada a tu puerta. Las primeras palabras ya se agolpan en el jardín. Escucho tus pasos, vibran en cada escalón, suenan a camino, a luz, al suave tintineo del silencio que se ve. Palabras libres, justas, iguales, diversas, visibles, comprometidas… Subamos las palabras al viento para que viajen lejos, habiten las tormentas y lluevan sobre las tierras yermas de la injusticia. Germinen bajo el sol, encarcelen a las manadas, rompan las jaulas y devuelvan los padres a los niños, cesen las violaciones, los crímenes y se escuchen de nuevo los pasos firmes y seguros de cada mujer con su libertad.